Los Juegos Olímpicos, como los Mundiales, marcaron los veranos de muchos niños que, entre la vieja televisión deportiva y las lluviosas calles de la Ciudad de México, encontraban un lugar lleno de ilusiones: eran días de jugar a ser deportistas.
Los Ángeles 1984 llegaron en una época de enormes divisiones, había un mundo que proponían los rusos, y otro los estadunidenses. En medio, los Juegos funcionaron como un amortiguador del poderoso mensaje de las grandes potencias. El recuerdo que Moscú 1980 dejó en nosotros fue el de un escenario nostálgico y severo donde uno oso lloraba despidiéndose del mundo al clausurar la competencia: esa noche en el Luzhniki, inició la Perestroika que durante la próxima década derribaría el Muro de Berlín.
Cuatro años después en el californiano Memorial Coliseum, un astronauta impulsado por un cohete en su espalda aterriza en el campo encendiendo la inauguración. El Olimpismo arrancó esa tarde una era: a partir de aquí, su cultura formaría parte del espectáculo. Encabezados por Carl Lewis, una conveniente versión de Jesse Owens editada para representar las bondades del capitalismo, Los Ángeles 84 ofreció a millones de niños mexicanos la oportunidad de confirmar esa sensación de triunfo, orgullo y emoción por su país.
Ninguna imagen causó tanto impacto en el corazón de toda una generación que el estallido de los comentaristas de televisión acompañados por la ovación del estadio cuando los marchistas mexicanos aparecieron por el túnel. Canto, el primero, iba marcando la pista como si de una caminata lunar se tratase: México andaba por terrenos desconocidos.
Momentos después, la sonrisa de Raúl González detrás de su inconfundible bigote, fue iluminando el Coliseo y las pantallas de televisión, mientras Canto cruzaba la meta. Aquella sensación, solo comparable con el triunfo de Valenzuela contra Yanquis en la Serie Mundial y los primeros goles de Hugo Sánchez con el Atlético de Madrid, cambiaron para siempre nuestra forma de vivir el deporte.