Son las 7:20 de la noche del jueves 19 de noviembre. En la radio se escucha la conferencia de prensa que, desde hace meses, dice que informa sobre la situación de propagación del SARSCOV-2 en el país pero, en realidad, la evade. En ella, José Luis Alomia hace una extensa explicación de los semáforos epidemiológicos y la manera en que, se supone, se ha mitigado el contagio entre la población.
Ahí, llega al número: 100,104 muertes por COVID-19. Las justificaciones y pretextos para tratar de minimizar un número que el mismo gobierno nunca cálculo y sobrepasa por mucho su pronóstico catastrófico se multiplican en la conferencia. En algún momento Hugo López Gatell, ese depreciado zar contra el coronavirus y presunto precandidato a la presidencia -en su loca cabeza, claro- insiste en que las medidas de persuasión han logrado bajar la movilidad de la población a niveles de países donde han hecho mandatorios toques de queda y confinamiento. Todo, insiste el doctor, a través de la conciliación.
A la misma hora, los transportes públicos del país están a reventar, la gente transita no solo porque es la hora de salida de sus trabajos sino porque pueden, porque quieren vivir o porque, mas bien, en este país la vida no vale nada.
Y de hecho la vida se ha devaluado más en los meses pandémicos. Sin dinero y sin ayuda del gobierno de forma real, la gente se ha agotado y ha apostado por el arriesgue vital por encima de la precaución: si mueren será el destino asignado y de forma mucha más rápida que la lenta agonía de la pobreza y la incertidumbre. Sin esperanza de futuro ante el egoísmo gubernamental representado en conferencias de prensa, la población del país ha elegido acelerar la descomposición. Por eso las calles se llenan de cantos y fiestas, por eso los gobiernos deben de aplicar ley seca y amenazar con cárcel por no usar cubrebocas: la gente no ve salida no solo para la pandemia, sino -con mayor razón- a su situación de pobreza y miseria. La esperanza que significaba el presidente López Obrador se ha esfumado a la velocidad que crecen los muertos por COVID, exponencialmente.
El presidente tiene, como en todo, otros datos. Ha decidido erradicar el tema pandémico de sus conferencias de prensa y solo tratar el tema si le conviene -vacunas, tratamientos o argumentos falsos como los vertidos por su secretario de salud el martes pasado-. De hecho, los enemigos creados por el primer mandatario hace tiempo que no tratan, según su opinión, datos y casos sobre la enfermedad. López Obrador está más ocupado en situaciones judiciales y de política internacional -asunto que detesta- que en la pandemia. Vamos, ni siquiera la emergencia en Tabasco y Chiapas ha logrado distraerlo de su obsesión electoral hace julio próximo, como si la población no fuera a castigarlo por la indiferencia de su parte y la soberbia ignominiosa de López Gatell.
Algunos en su gabinete intentan despertar pero el tiempo es tarde. Claudia Sheinbaum intensifica el rastreo y adquiere pruebas rápidas -las mismas que el rockstar impugnó y ahora califica de “interesantes”- e intenta seguir la dinámica que Taiwan, Corea del Sur e Inglaterra han desarrollado para usar la tecnología en el rastreo, cálculo de positividad y ocupación hospitalaria. Algo tarde para comió van las cosas: las camas utilizadas en la ciudad volverán a estar hoy en 65%, con lo que -según los criterios que la jefa de gobierno de la capital explicó en mayo- la Ciudad de México debería regresar a semáforo rojo.
100 mil muertos en un país donde, tras la muerte de la esperanza, solo queda la fé y eso -si se aglomeran peregrinos en la Basílica el próximo 12- puede ser mortal