Me lancé a ver la película de David Pablos. La sala estaba prácticamente vacía a la hora de la comida, concediendo tranquilidad a las gradas sin ventilación en épocas de covid-19.
Y debo decirlo: me gustó.
Se siente bien el desapego con que se narra el romance de los batos protagonistas. Leo que este distanciamiento casi indiferente de la cámara decepcionó a varios. Para mí, uno de sus grandes valores es precisamente no machacar el melodrama gay como gancho decoroso para abordar la pasión entre hombres de un modo accesible. Bastante empacho hay con el diseño de vestuario, en especial los hombres. La coyuntura estacional los orilla a parecer modelos de productos hipsters para el tratamiento de la barba de los que abundan en los vecindarios gentrificados. Rematar con merengues de cursilería gay hubiera sido redundante.
Aun incluyendo al público que salió decepcionado por la falta candor latino, “El baile de los 41” estaba destinada a ser un éxito entre buena parte de la audiencia homosexual, bugas de mente abierta y fanáticas sobrevivientes de RBD. Funciona por sus fantasías aristócratas que amalgaman estéticamente con las facciones de Alfonso Herrera, Emiliano Zurita y el resto de los hombres, maricones pero guapos, que forman parte del elenco de las orgías porfirianas. Varios batos mamados a los que sigo en Instagram aparecen en la película de extras o en papeles secundarios, reforzando mi sospecha de que la película se enfoca en la burguesía de la época y lo que ese estrato considera atractivo.
En su reseña de la cinta para Anodis.com Alonso Hernádez, activista e historiador del movimiento Lgbttti mexicano, apunta que “El baile de los 41” de David Pablos: “No muestra ni la participación de las clases medias, ni de las populares que fueron las que llevaron el peso de la redada”. Coincido con Hernández. Pero supongo que no es culpa de Pablos. El guión es adaptado de las crónicas que abordan la escandalosa redada ocurrida el 18 de noviembre de 1901 en la calle de La Paz de la colonia Tabacalera. Crónicas que en su mayoría acentúan el tufo burgués de aquel baile en donde fueron arrestados 21 hombres más otros 21 vestidos de mujer por encima de cualquier detalle.
A pesar de las imprecisiones históricas (es una película de ficción, no un documental) y tener todos los valores de producción del cine comercial, acentuado por la opulencia del cine de época, “El baile de los 41” funciona como lectura del pasado que nos permite entender de dónde venimos los jotos aztecas. Y si hacemos caso a las notas de Miguel Capistrán en el libro México se escribe con J, donde sugiere que “El baile de los 41” “constituye en gran medida nuestro Stonewall”, debemos aceptar que nuestro pasado de visibilidad surge de un rincón extremadamente burgués. Y que estamos jodidos.
La gran diferencia del “mito fundacional de la homosexualidad -bisexualidad y transgénero- en la Ciudad de México” como describe Alonso Hernández al “Baile de los 41” con Stonewall, es que este último tuvo un carácter incendiario, alimentado de chingadazos que aprendes en el pavimento proletario. Los disturbios de Stonewall no solo originaron movimientos de activismo de explícita carga homosexual. Inspiraron al rock a sobrepasarse a sí mismo, como lo cuenta Sylvain Sylvain en sus memorias There’s No Bones in Ice Cream, que a la vez es la historia de los New York Dolls. Hombres que adelantaron el inmpúdico glamour drag sobre una fisonomía de rock and roll llano, que sin embargo por su velocidad y gritos callejeros sirvieron de impulso proto punk. Stonewall dotó de valentía andrógina a artistas salvajes como los Stooges o Alice Cooper.
“El baile de los 41” en cambio dejó una aburrida estela de refinamiento. Desde entonces, la aristocracia ha sido inherente al imaginario gay nacional. El otro punto de inflexión en la historia de la visibilidad gay mexicana después de los 41 estuvo a cargo de Los Contemporáneos, con Salvador Novo reivindicando la pose del gay afeminado pero erudito, blindado de la salvajada machista gracias a su clase burguesa y cercanía con el poder político. Lo avala Carlos Monsiváis en su crónica Los 41 y la gran redada: “¿Qué se conoce de la vida homosexual en México antes del escándalo social y policiaco del Baile de los 41? Desde la perspectiva gay, solo se dispone del testimonio del escritor Salvador Novo (1904-1974) en sus memorias sexuales, La estatua de sal, escritas en 1944 o 1945…”.
Eso explica muchos de los complejos que siguen atormentado a los gays mexicanos del futuro: la codependencia a la integración social o el pavor a la marginación, el consumismo como parámetro de inclusión, la incapacidad de generar contracultura, la evasión de una realidad sobre todo cuando ésta es desagradable. O la debilidad por mandar las tradiciones a la chingada. De ahí la gran obsesión por defender el matrimonio igualitario como hueso en una perrera. Porque los gays del siglo XXI estamos orgullosos de nuestras raíces que nos dieron visibilidad. Tan orgullosos, que seguimos reproduciendo la misma dinámica de hipocresía social que los 41 arrestados en 1901. Como los homosexuales que se siguen avergonzando de sus escapadas a infames clubes de sexo. También por eso el cine de Julián Hernández pasa casi desapercibido por el público gay nacional: su cine es radical, insubordinado con las lógicas gays heredadas del mítico Baile de los 41.