Del mítico poder presidencial


Muy probablemente si extrajéramos fragmentos de lo escrito durante la “transición a la democracia” acerca del poder presidencial y lo compráramos con lo que se escribe actualmente sobre el presidente López Obrador no encontraríamos muchas diferencias: se habla sobre la presidencia todopoderosa, del poder absoluto del presidente, del autoritarismo, el pensamiento único y la dictadura perfecta. Son, en su mayoría, frases sonoras armadas —provenientes de la fantasía de la presidencia omnímoda— cuya principal diferencia es que ahora se agrega primero la palabra “regreso”, “restauración” o “vuelta a”. Además, se trata de dichos que, si bien estuvieron basadas en ideas y funciones ciertas y parcialmente ciertas, tuvieron más bien una utilidad política, ideológica y discursiva, que un carácter explicativo, a pesar de que su desarrollo proviene primordialmente de la academia. Pensar que, en ese entonces y ahora el presidente López Obrador concentra y ejerce un poder desbordante es, por lo menos, ingenuo.

Alicia Hernández ya había observado desde los ochenta que: “La historia política en México ha caído tradicionalmente en la distorsión de creer que el ‘estilo personal de gobernar’, característico de cada presidente, no sólo marca la política del sexenio, sino que resulta su explicación básica […] Hablar de gobernantes sin hacer la historia de las condiciones en las que gobernó, sin referirse y analizar las fuerzas políticas en juego, equivale a pretender que han existido hombres capaces de modificar a su antojo estructuras establecidas, tradiciones arraigadas y el tiempo mismo de los procesos históricos”. Esa ilusión pertenece más al pensamiento religioso, a favor o en contra, que a las ciencias sociales. Un análisis diferenciado y fino, en cambio, nos daría una idea (siempre parcial) de las negociaciones, limitaciones y concesiones necesarias para gobernar, lejos de la idea de que el presidente lo puede todo.

Los ejemplos son varios: la frágil negociación con los grupos empresariales que un día prometen invertir y otro también, pero que en realidad no lo hacen; la autonomía de gobernadores que amenazan con salirse del pacto fiscal y que incluso impiden la ejecución de tratados internacionales, como lo ocurrido en Chihuahua; las coordinaciones territoriales y los 32 subdelegados que no han resultado ser parte de un proceso de fuerte centralización como se auguró en 2019. Hay, incluso, un discurso con una paradójica tendencia proclive a que el presidente sea en parte respetuoso de los derechos humanos y en parte consciente que tenemos un Estado débil que imposibilita aplicar medidas de confinamiento rígidas y por ello se apele a la consciencia ciudadana.

Sin ciencias sociales sanas, las principales fuentes del análisis y los discursos a partir de los cuales se generaliza son dos: las mañaneras (desde los que apuntan, con razón, que hay un diálogo dañado hasta los académicos que señalan que con ellas hay un “arrebato del espacio público”, como si fuera un lugar concreto y delimitado) y el debate legislativo, reducido hoy a un coro de abucheos o aplausos.

No se entiende la presidencia de hoy, se caricaturiza, y no hay precisión en el análisis ni esperanza en el horizonte. El ogro filantrópico es hoy un holograma dominante.



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