La epidemia reparte muertes al azar, en una siniestra lotería cuyos propósitos no alcanzamos a descifrar en nuestra condición de indefensos destinatarios. Nos podríamos preguntar, con el duro cinismo de quien estuviere mirando las cosas desde un privilegiado refugio, si esto, lo de que se aparezca de pronto un extraño bicho y que comience a hacer estragos entre los individuos de la especie humana, no es meramente un mecanismo de control poblacional, algo así como una respuesta de la naturaleza para restaurar sus propios equilibrios y garantizar, de paso, la futura supervivencia de las especies y del mundo como tal.
En otros momentos de la historia, plagas terroríficas han azotado territorios enteros dejando a su paso una estela de tumbas y ciudades fantasmales. No hay razón alguna para suponer que las cosas son demasiado diferentes ahora aunque, hay que decirlo, el impacto de la actividad humana sobre el medio ambiente es mayor que nunca: según algunos especialistas, entre las posibles consecuencias de esta transformación estaría una mayor trasmisión de virus y organismos patógenos de los animales hacia las personas al haberse reducido el hábitat natural de tantas especies.
Ese, el de haber profanado el paraíso original, sería nuestro gran pecado de contemporáneos embrujados por la tecnología y el consumismo. Ya se cierne también sobre nosotros, ominosa y apocalíptica, la amenaza del calentamiento global con sus correspondientes cuotas de negacionistas —los seguidores del Partido Republicano de Estados Unidos, entre ellos— y sus respectivas contrapartes de veganos, detractores de la energía nuclear (es ejemplarmente limpia, miren ustedes, el único problema es el almacenamiento milenario de los desechos), ecologistas fanatizados y activistas contagiados de inquisitorio buenismo.
Y, bueno, el castigo que merecemos, por lo pronto y en espera de otras catástrofes mayores, es la llegada de esta nueva peste bíblica personificada —es un decir— en ese SARS-CoV-2 que brotó, según parece, en un “mercado mojado” de Wuhan rebosante de serpientes, zorros, escorpiones, puercoespines, civetas y ratas de bambú. Durante la peste negra del s. XIV no había vacunas. Hoy, las han fabricado las farmacéuticas. Tenemos salvación, a pesar de todo.
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