Sóplale, que le falta aire


Con el celular, el enfermo manda saludos a la familia y recomienda: cuídense mucho: esto es muy en serio, a nadie se lo deseo que se interne. Y él vuelve a la soledad de su cuarto, afortunado: le consiguieron cama, los hospitales de la ciudad están saturados con enfermos de Covitt y sólo por buena suerte él ya recibe oxígeno y medicamentos puntualmente.

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Ay, manito, tú crees: tu cuñado se puso muy mal, yo gritaba sóplale que le falta aire, nomás volteaba a mirarnos y los ojos se le hacían grandototes, se le vaciaban sus pulmones, y la verdad sí sentí que se me iba, ni me acordaba de los malos tratos a mí y a sus hijos, cuando empezó con La enfermedad: le llevamos a comer a la cama, porque ya no podía ir hasta la mesa; ya no agarraba el plato y nos lo aventaba a las patas; ni mentaba madres, ni alegaba contra el caldito de pollo, que sabemos le disgusta pero es bien nutriente.

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Ya nomás nos miraba con odio y nos culpaba de su contagio, y eso —quieras que no te pega— te hace sentir inútil, impotente y hasta criminal, porque entre más muino más le faltaba oxígeno y se amorataba, boqueaba como pez fuera del agua: horrible, de verdad, peor cuando otro paciente de su sala falleció y él se puso como loco, se arrancó las conexiones a los medicamentos y pedía su ropa a gritos porque no quería quedarse ahí, entre tantos que se van a morir y me va tocar tocar: sácame de aquí, por tu mamacita…

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El autobús ocupa media hora para trasladarlo de su colonia hasta el taller donde trabaja. Claro, siempre con tráfico lento, horas tortuosas, transporte atiborrado, los cuerpos sudorosos un embarrados unos a los otros. Y ni como alegar. El tiempo apremia o los descuentos a la hora de recibir el salario se dejaron sentir con rigor, ya todos se agarran de la pandemia para llegar tarde, alega el patrón. Con o sin pandemia: hay que chingarle.

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En el multifamiliar, el clan de su hermana enfermó, aunque sin bajas. Las puertas de los demás hermanos, selladas: uno se fue a hospedar con familiares en el pueblo paterno; otro con los suegros. Como si en casa ajena el virus no pudiera entrar. O como si hechos bolita se enfrentara mejor la amenaza, la sensación de que el corazón se marchita, apurruñado, encogido. Él se queda y recibe las encomiendas: pones alpiste a los pajaritos, le das sus sopas al perro, riegas las macetas. Que no se marchiten.

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Entre los gobiernos se da la batalla por ser de los primeros en adquirir la vacuna contra el coronavirus, que se instaló con fuerza en el país, enfermando incluso el presidente de la República, quien recomendaba usar estampitas milagrosas para enfrentar la pandemia, tan gracioso él. Muchos carentes de seguridad social ni con estampitas cuentan. En el centro de salud del barrio no hay vacuna antinfluenza, ni contra la pandemia: “Ni para nosotros, cuantimenos para el público.”

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No hay nadie en la iglesia. Antes era territorio de las abuelas. Las mantienen en casa, por ser población en riesgo. Rumbo al mercado, las marchantas se persignan. Hay que estar bien el con el de Allá Arriba, dicen. Para cuando se ofrezca. No se desea, pero más vale prevenir. 

*Escritor. Cronista de Neza



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