La historia comenzó con una sórdida operación política y mediática desde la Organización de Estados Americanos para fraguar la narrativa de un fraude y propiciar un golpe de estado en noviembre de 2019, en contra de Evo Morales. Luego, con un presidente legítimo en el exilio; un gobierno de facto; protestas que paralizaron todo el país; represiones masivas; un criticado manejo de la pandemia; sonados casos de corrupción; una crisis que reavivó viejas fracturas sociales; una economía que pasó de ser una historia de éxito al declive; y una presidenta golpista que renunció a sus aspiraciones de mantenerse en el cargo, en pro de la falsa unidad de la oposición.
Si bien parte del triunfo del hoy presidente Luis Alberto Arce se explica con los casi 14 años de prosperidad y redistribución económica e inclusión social de los gobiernos de Morales, —de los cuales fue responsable como ministro de Economía y Finanzas Públicas—,factores como la formación de nuevos cuadros y el protagonismo del Movimiento al Socialismo (MAS) fueron verdaderos determinantes para la victoria.
A un año del golpe de estado, el MAS supo organizarse rápidamente, pero sobretodo, entendió la trascendencia de cultivar bases sociales reales; el poder puede perderse en ocasiones, pero si hay un partido sólido y con verdadero tejido social en el pueblo, entonces se puede recuperar. Esta fue la gran lección de un bloque social, organizativo y movilizador de organizaciones campesinas, indígenas y sociales, —que aunque también sufrió los reveses propios de la burocratización de los partidos y de liderazgos cooptados por los ministerios— se mantuvo junto y desplegado por todo el territorio, por convicción democrática y no solo por un afán electoral.
El MAS se encontró sin líder, pero cultivó un camino propio y volvió nuevamente la mirada al pueblo para encontrar en él la fuerza y legitimidad necesarias para darle continuidad a un proyecto, más allá de una figura. Los pactos entre élites políticas y económicas y los medios reaccionarios no lograron proscribir de la política a un proyecto de largo aliento que, después de la crisis política agravada por el referéndum, inició la recuperación de su relación con la gente.
Sin embargo, no todos los gobiernos de izquierda han corrido ni correrán con la misma suerte. No todos se encontrarán con una oposición endeble que aglutine únicamente alrededor de odios, ni tampoco con líderes cuya entereza moral y popularidad estiren y soporten por siempre la cuerda de las victorias electorales.
La izquierda tiene nuevamente un espejo para aprender de sus errores y aciertos. Partidos desinstitucionalizados manejados por las élites que antes combatían; líderes perdidos en la burocracia; ausencia de formación política y de cuadros que puedan conducir el relevo; y oídos sordos a las demandas de sus propias bases, siguen siendo el común denominador, del que ni siquiera escapa el que debería ser el partido más poderoso del continente.
Ya lo vivió a pequeña escala con el triunfo avasallador del PRI en Coahuila y en Hidalgo. Ojalá y este cimbrón despierte a varios que desde el inmovilismo de su sillón responsabilizan a terceros de su fracaso.