Un escándalo. Un alboroto. Un mitote. ¿De qué hablo? Pues de la descomunal infracción perpetrada por Sergio Kun Agüero en un partido de la Premier League. Abominable, oigan. Aborrecible. Execrable. ¿Qué hizo, el jugador del Manchester City? Pues, contrariado luego de que una jueza de línea marcara un saque de banda a favor del Arsenal, agarró y le puso una mano en el hombro a la mujer. ¡Háganme ustedes el favor! ¡Qué espanto, qué abuso, qué atropello! La ministra del Deporte de Reino Unido, indignada, dijo que el incidente fue “horrendo”. Otra protagonista del escenario político británico –una representante del Partido Laborista en el Parlamento— se preguntó “¿quién se cree que es Agüero?”. Y se respondió ella misma soltando que lo que hizo el futbolista argentino –por cierto, ex marido de Giannina Maradona, la menor de las hijas de uno de los más detestables personajes del universo futbolístico (si me permiten ustedes expresar mi personalísima opinión, justamente, en un artículo de opinión escrito con descarada arbitrariedad)— fue “totalmente inaceptable”. ¡Ay, mamá!
Luego de este párrafo en el que parezco compartir las histéricas reacciones de esa gente, permítanme ustedes, una vez más, reaccionar con parecida histeria –o hasta más— para dejar asentada, en estas subsecuentes líneas, mi estupefacción ante la oleada de críticas y condenas que ha recibido el jugador. Porque, ¿cuál fue el crimen que cometió, Dios mío? Digo, se permitió un gesto despreocupado, sin siquiera pensárselo, que entre hombres –o entre las propias mujeres, si es que participan ellas mismas, por ejemplo, en un partido de baloncesto o en cualquier otro encuentro entre equipos—es absolutamente baladí y que no entraña ni malicia ni agresividad ni violencia alguna y que tampoco tiene por qué ser obligadamente machista o representar un agraviante menosprecio de género.
Pero, entonces, ¿por qué tan desaforadas respuestas a lo que, repito, fue simplemente un distraído ademán? Pues, porque estamos viviendo una época en la que la gente se ofende por todo y, consecuentemente, sobrellevamos el permanente acoso de los nuevos inquisidores, torvos individuos dedicados a condenar, a denostar, a prohibir, a acusar y a avergonzar a los demás. Erigidos en sumos custodios de la corrección no nos dejan ya ningún espacio de libertad –no se les escapa ningún gesto espontáneo, ninguna broma, ningún comentario— sin transmutarse en jueces supremos dispuestos a dictar severa sentencia ante la más inocua nadería.
Eso sí que es “horrendo”, para que vean.
revueltas@mac.com