Fue la tristeza, causada por tanta alegría regada en la memoria de millones de personas, la que dejó vacía el alma de un futbolista gigante y desamparado el cuerpo de un hombre pequeño.
Maradona, que se entregó con ese cuerpo imperfecto y esa alma bondadosa a la sencillez de una pelota, fue incapaz de encontrar el sentido de la vida en cuestiones más trascendentes como la familia, la salud o la sociedad a la que pertenecía. Cuando perdió la pelota, esa gran compañera que soportaba el caos del genio sin ningún reproche, vimos al jugador abandonar a la persona: Maradona se fue deshaciendo de Maradona cada día.
Su vida, exhibida sin pudor a la gente, provocó un juicio de fariseos largo y sin precedentes: el mejor futbolista de la historia era también el drogadicto más célebre. Señalado con crueldad, su enfermedad fue cuestión de burla, hipocresía, repulsión y censura. El mundo no estaba preparado para entender que un tipo bajito, cebado, irregular, con la frente marchita y la boina del Che había exorcizado a Superman.
Antes del Gol del Siglo y La Mano de Dios, el futbol conocía todas las respuestas, llegó Maradona y cambió las preguntas. Cuando alguien es capaz de detener el tiempo, la vida lo castiga con inmortalidad: cadena perpetua, fue encerrado en los tres mejores minutos de su carrera.
Tenemos muchas generaciones de aficionados por delante para intentar recuperar el recuerdo de un futbolista que, entre luces y sombras, fue capaz de dar tanto, pidiendo tan poco. No será fácil explicar a los que nazcan y a los que lleguen, que el jugador de futbol más alegre de todos los tiempos, fue al mismo tiempo, un hombre muy triste.
Su muerte termina con su tristeza, pero empieza con la mía: sé que no volveré a ver algo igual, no me hace falta. Lo único que me consuela es que la vida de Maradona dejó de ser un problema para los que nunca supieron qué hacer con ella.