CHISPAZO. Felipe Guerrero Bojórquez

CHISPAZO. Felipe Guerrero Bojórquez



CHISPAZO. Felipe Guerrero Bojórquez
Claudia, acorralada por su propio discurso.

Definitivamente: si alguien todavía guardaba la esperanza mínima de que Claudia Sheinbaum asumiera el papel constitucional de presidente de todos los mexicanos, esa ilusión quedó sepultada bajo las piedras del obradorismo, después de sus increíbles declaraciones sobre el asesinato del alcalde de Uruapan, Carlos Manzo, y frente a las protestas ciudadanas.

¿Cree la presidente, en medio de la crispación social, que su gastado discurso de culpar de todo a Felipe Calderón y a Peña Nieto seguirá funcionando como antes?
Claro que lo cree. Porque en la liturgia de su mentor no hay pecado mayor que reconocer la propia responsabilidad. Después de siete años en el poder, siguen actuando como si acabaran de llegar, repitiendo la letanía del enemigo neoliberal y sosteniendo a Calderón como su piñata favorita: una piñata rota, sin dulces, colgada en una fiesta que muy pocos disfrutan.

La única coherencia del discurso presidencial es su propia terquedad: nada de cambiar el modelo de la dádiva y el apoyo distorsionado, aunque el país se caiga a pedazos; modificar una sola palabra equivaldría a dudar del modelo draconiano que los mantiene de pie. Ese modelo, claro está, se alimenta del clientelismo disfrazado de justicia social: el reparto de dinero en efectivo que anestesia conciencias y compra simpatías, aunque no todas.

Y es que el truco ya no deslumbra. A estas alturas, la conducta presidencial es tan burda y tan elemental que millones de mexicanos pensantes ya no están dispuestos a que les vean la cara. La corrupción y el cinismo han borrado las diferencias entre la 4T y el PRI de los 70: el mismo paternalismo, el mismo culto al líder, el mismo control y la misma alergia a la crítica.

Porque el dogma de Sheinbaum es claro: “Si no estás conmigo, eres mi enemigo”. Y bajo esa lógica maniquea, el pensamiento independiente se vuelve sospechoso. No hay ciudadanía, solo fanáticos. No hay debate, solo sermón. No hay país, solo un púlpito desde el que se reparte bendición o excomunión según la lealtad.

Por eso la 4T se ha dedicado con saña a desmantelar toda estructura autónoma, toda institución que huela a independencia ciudadana. Le tienen pavor a los movimientos civiles, a las organizaciones que no controlan, al ciudadano que piensa sin permiso. Y como no pueden entender la protesta sin conspiración, inventan enemigos: conservadores, neoliberales, «ricos”, fantasmas útiles para tapar la corrupción y los desvíos del presente.

Michoacán, con el asesinato de Carlos Manzo, les mostró el espejo: un pueblo que ya no se traga el cuento del todo es culpa del pasado, ese pasado que no le toca un pelo a López Obrador al que pretenden tapar a base de cinismo y descaro. Y frente a eso, la presidente y su corte de radicales han respondido como saben hacerlo: con soberbia, con desprecio y, en el fondo, con la cobardía del poder que teme al pueblo real.

La 4T se ha quedado sin discurso, pero se la juega tratando de vulcanizar sus suelas desgastadas, e insiste en gritar. Y en cada palabra, se le nota más la desesperación de quien confunde gobernar con adoctrinar y justicia con obediencia.
El resultado está a la vista: un país exhausto, dividido, y un gobierno que ya no sabe escuchar porque solo aprendió a repetirse a sí mismo. El cambio para ellos, no es cambiar. Hacerlo, significa recular. La terquedad obradorista, en voz de la presidente, es por ahora su mejor arma. De ese tamaño.

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