De cabeza


Con boina, zapatillas blancas y unos pants adidas modelo Münich ´76, el viejo entrenador dirigía niños que seguían sus indicaciones con atención: “fuerte, por arriba y de cabeza”, era una de sus frases de batalla. La utilizaba para recordar a los centrales cómo se defendía un tiro de esquina y a los delanteros cómo atacar por aire la pelota.

Entusiastas del cabeceo, los primeros directores técnicos de infantiles estaban seguros que la cabeza de un futbolista servía para dos cosas: rechazar o rematar. Muy pocos creían que, con un equipo de chaparritos, podía dominarse el futbol. El centro a “la olla”, como denominaban a la parte más profunda y caliente de la cancha, era una de sus teorías.

Un buen rechace o un buen remate definían muchos partidos. En medio de ambas jugadas, los entrenadores dejaban algo de su tradicional repertorio para encomendar una misión letal a los porteros: “usar los puños”. El despeje a dos manos con la empuñadura orientando los nudillos hacia el balón era un quitamiedos que bien utilizado, desanimaba al enemigo a intentar un ataque aéreo dentro del área.

Controlar el juego por arriba fue durante muchos años una de las grandes obsesiones de los clubes y selecciones de futbol. Con esas obsesiones crecimos muchos niños que, sin tener una gran altura, estábamos imposibilitados para competir y destacar. En los últimos años, un sector de la ciencia ha encendido las alarmas del futbol alertando sobre las consecuencias que, a la larga, producen los fuertes choques de cabeza en la disputa por el balón.

No está comprobado por ahora que golpear el balón con la cabeza tenga consecuencias fatales, como sí parecen tener los choques de cabeza contra cabeza, codos, hombros, puños o extremidades; un tipo de lance tan antiguo como el juego, debe revisarse. La fractura de cráneo de Raúl Jiménez, el último accidente aéreo, tiene al futbol inglés de cabeza.



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