Hasta 800 millones de euros más bonos y fondos para estructura, por un contrato de tres años para los clubes de élite que jugarían la Superliga Europea formaban parte del plan que eliminaría la Champions, afectando los calendarios y competencias de los campeonatos nacionales.
La idea de una organización con la participación de los clubes más grandes y poderosos de Europa ha sido señalada por la FIFA como un acto de insurrección; en este caso, se trataba de la independencia del futbol rico. La distancia con Real Madrid, Barcelona, Juventus, Bayern, Liverpool o Manchester United, a los que ya es imposible alcanzar, provocaría una división tan grande en este deporte, como la que se vivió entre el paso del amateurismo al profesionalismo a principios del siglo XX. En un puñado de equipos que ya concentran la mayor cantidad de aficionados, figuras, dinero, consumidores, contratos y distribución de señales internacionales quedaría un porcentaje cada día más alto del mercado mundial.
El poder de los grandes clubes sobre los grandes organismos reguladores definiría un nuevo orden: por un lado, el futbol público representado por la FIFA, y por otro, el futbol privado autogobernado por sus principales socios. Contra una amenaza de semejante magnitud, la FIFA jugó la única carta que le queda: el valor de las selecciones nacionales. En un intimidante comunicado dirigido por Infantino a los clubes separatistas incluyendo a sus jugadores, se les ha informado que: al poner un solo pie en el campo de una Superliga Europea quedarían expulsados de cualquier competición organizada por FIFA o sus asociaciones.
En pocas palabras, la Premier, LaLiga, la Bundesliga, La Ligue-1 o la Serie A podrían ser apercibidas sobre la inscripción de sus principales equipos; y futbolistas como Messi, Cristiano, Neymar o Mbappé, no jugarían el Mundial, la Copa América y la Eurocopa de Naciones.