En el quiosco de información que está apostado antes de incorporarse al Maxitúnel que desemboca a la bahía de Acapulco, no hay nadie que te avise que en los hospitales del puerto se acabaron los respiradores mecánicos, no hay nadie que te diga que «estás entrando al epicentro de la pandemia en Guerrero», y mucho menos no hay nadie que te informe que al panteón municipal le van a abrir otras 150 fosas porque, entre el covid-19 y el «matadero» entre narcotraficantes, ya se usaron las 300 que en junio se cavaron con bulldozers.
Tampoco te cuestionan por qué diablos rompiste las medidas sanitarias y veniste a la playa. En ese quiosco sólo prometen reembolsarte lo que gastaste en las casetas de la carretera México-Acapulco, todo a cambio de obligarte a comprar un tiempo compartido. Tu amigo Berna, un astuto fotoperiodista, te cuenta que conseguir una cama en los hospitales de Acapulco es igual de complicado que rentar una habitación en Viernes Santo.
“Sólo que eso no sale en las noticias, carnal, porque el gobernador no quiere que se cierre Acapulco”, te dice Berna desde al otro lado del celular y te avisa que ni busques entrar como reportero a algún hospital. Quedan de intentarlo mañana, cuando te presente a «G», un viejo al que la salud pública pretende cobrarle el dinero que nunca ha ganado para operarlo de una catarata.
“Me dicen que no hay camas, que los 11 mil pesos son para que me manden a otro lugar”, te contará mañana G. Hoy prefieres darte una vuelta por un par de las playas tradicionales, ahí donde se vive el dilema de la salud o la economía, un dilema del que Berna te ha hablado antes de colgar: “¿de qué le sirve a la gente estar sana si no tiene qué comer, carnal?”.
Camino a Caletilla, la playa de tu infancia, te das cuenta de que lo común en las calles es gente sin el cubrebocas. En el muelle, incluso, miras los yates abarrotados de gente, como si viajaran en microbús. Llevan salvavidas, pero no cubrebocas.
“Estás en Acapulco”, te dice un policía municipal cuando le preguntas por qué cree que a la mayoría «le vale madre» usar el cubrebocas. Es como si de pronto el covid-19 se transformara en algo así como el Acapulco-19, un virus de pura diversión. La playa Santa Lucía, el Parque Papagayo, el Zócalo o los Mariscos Miguel son lugares imposibles para guardar la sana distancia: toda esa «bola de gente», igual de irresponsable que tú, parece necesitar de compañía para sentirse gente.
Entonces llegas a Caletilla y uno de los meseros del restaurante El Tiburón te intercepta para ofrecerte el caldo de camarón más afrodisiaco del Pacífico. Él te conduce hasta la playa y ve tu cara de sorpresa cuando descubres que eso de cuatro sillas por palapa, que eso de estar separados metro y medio, que eso de no comer en la playa sólo existe en el reglamento del ayuntamiento.
“Es que a los chilangos les vale madre”, se queja el mesero. Como tú eres chilango, sólo alcanzas a preguntarle cómo se da cuenta de que se es o no chilango. “A los chilangos los reconoces porque usan calzones de baño, traen su bocina para la música y se hacen trensitas, pero ahorita los reconoces porque no se ponen el chingado cubrebocas”.
—¿Y usted no les pide que se lo pongan?
—Lo hacía muy al principio, pero se enojaban. Unos jóvenes hasta me pegaron. Mejor ya no decir nada porque luego no vendo ni madre, bróder.
—¿Prefiere la salud o la economía?
—Es que vienen junto con pegado. Yo quisiera quedarme en mi casa, pero si me quedo ahí voy a tener que salir a robar.
—¿Y maldice a los chilangos?
—No, tampoco. Acapulco vive del chilango. Aquí ninguno le desea mal, al contrario, que sigan viniendo. Pero que entiendan que tenemos que cuidarnos. Acapulco es de todos.
En Caleta conoces a «P». Viene del rumbo de Ciudad de México, de la pequeña colonia América, frente al panteón Dolores. Te cuenta que en su barrio mucha gente murió al principio de la pandemia.
“Primero fue el señor del pescado, luego el de la cecina, después la señora de los pollos, hasta que cerraron el mercado”. Hubo más muertos, pero «P» cree que no todos fueron por el coronavirus. “A uno lo mataron a balazos, otro se murió de cirrosis y a otra vecina le dio un infarto”.
Le preguntas por qué vino a Acapulco. “Porque ya me aburrí de estar en mi casa. Yo me he guardado lo más que he podido, pero ya me harté, quería ver mar, en vez de un patio con un carro estacionado”.
Para ser enterrado en el panteón ejidal de Pie de la Cuesta, a media hora de Acapulco, hay que comprobar el lugar de residencia. De lo contrario, los muertos son enviados a otro panteón, donde se venden las fosas a precios que no respetan ni el luto. Todo eso te lo cuenta un dentista del pueblo.
Te dice que ha habido mucho muerto por acá, que es una leyenda de la gente decir que sólo en Acapulco está dura la situación con el covid-19, que a él le consta que en una calle a la redonda se murieron más ocho personas, que él dejó de trabajar porque la gente no se cuida y él se expone. Entonces, por primera vez, te preguntas si ha sido una buena idea salir de Ciudad de México.
dmr