En diciembre del 2006, cuando Felipe Calderón echó mano del Ejército Mexicano a través del despliegue del Operativo Conjunto Muchoacán, varias fueron las voces en contra de destinar a las fuerzas armadas en labores de seguridad pública.
La gravedad del problema del narcotráfico no dejaba muchas alternativas. El entonces presidente tomó la decisión y asumió el costo inherente.
Los principales cuestionamientos eran que el Ejército no debía desempeñar labores policiales del orden civil, en virtud de la formación recibida por los elementos dada la naturaleza de las responsabilidades que le son propias.
Seis meses después, con más de medio centenar de expedientes en investigación ante la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) por excesos, abusos y violaciones a las garantías de la población, quedaba más que evidenciada la impertinencia de sacar al Ejército de los cuarteles.
El siguiente argumento de mayor peso en contra era que ,siendo el Ejército y la Marina Armada la última línea de fensa con la cual se contaba en el país, resultaba de sumo riesgo desgastarla ante el poder corruptor del narcotráfico.
Ante ello, la única garantía posible era la lealtad del cuerpo castrense a su comandante supremo, el Presidente de la República, así como su juramento de cumplir el marco legal y salvaguardar la soberanía nacional.
Por ello, la noticia de la detención en Estados Unidos -a petición de la agencia antidrogas de ese país- de quien fuera el titular de la Secretaría de la Defensa Nacional acusado de mantener nexos y colaboración con cárteles mexicanos de la droga cimbró diversos círculos de la vida pública nacional.
Durante el desarrollo del juicio, cuya audiencia será mañana martes, está por verse si la institucionalidad castrense resultó afectada por el crimen organizado, y de qué tamaño fue el daño, si lo hubo.
Periodista de investigación. Ex servidor público de carrera