las carencias del presidente de Estados Unidos



We will see (Veremos). Maybe, maybe not (tal vez, o tal vez no, o sea, “fíjate que sí, pero fíjate que no”).

Poco después de las elecciones presidenciales del 2016 en los Estados Unidos, escribí para los lectores de Laberinto una crónica y una reflexión sobre el “día después” para un inmigrante hispano como yo, profesor y escritor que vive en ese país desde 1986. Allí expresaba mi creencia de que ingresaríamos en la etapa más oscura, política y socialmente, desde que había llegado aquí. Poco después, en otro artículo revisé algunos aspectos de las respuestas artísticas y culturales al cumplirse un año del gobierno de Trump. Lo que más me llamaba la atención, decía en ese entonces, era la continua degradación del lenguaje que utiliza el presidente y, en consecuencia, la paulatina pérdida de un filo crítico y reflexivo bajo las fangosas aguas de un discurso político en continua degradación.

Y ahora vivimos la pandemia bajo Trump, ya con largos meses de duración, con una respuesta gubernamental inepta, ineficaz, desorganizada, plena de tumultos, sin el establecimiento de una política de salud pública coherente, ordenada. A ese cuadro se suma la falta total de empatía del presidente hacia los que han sufrido la pérdida más irreparable que pueda sufrir un ser humano: la de la vida. En una entrevista que le hizo la cadena ABC, en los meses tempranos de la crisis, el periodista dejó la pregunta servida: “¿Qué le diría usted a aquellos que han perdido seres queridos o que están preocupados por esta enfermedad, señor Presidente?” Trump miró a la cámara y se congeló. No conoce el lenguaje lo suficiente; le interesa hablar, pero no decir algo.

Existen pocas palabras en el vocabulario del presidente de los Estados Unidos. O, más bien, usa algunas palabras de manera repetida. Muchas expresiones se multiplican con el único propósito de hiperbolizar: “huge” (enorme); “fantastic” (fantástico); “a very good job” (un excelente trabajo). Otras como queja: “not fair” (no es justo); “fake news” (noticias falsas, aunque la traducción no hace justicia al daño que ha hecho esta frase). Otras sirven como una especie de marca registrada del vendedor: desde las aerolíneas Trump y la universidad Trump —fracasos estrepitosos— hasta el “You’re fired” (“estás despedido”) de su show de televisión El aprendiz, arribando al “Make America Great Again” (su slogan de la campaña del 2016, “Hagamos a América grande de nuevo”) y “Keep America Great” (su eslogan de la campaña 2020, “Mantengamos a América grande”). Ni en eso es original, ya que “Make America Great Again” había sido usado por Ronald Reagan. Pero, se sabe, la historia es larga y la memoria corta. ¿Quién, en su sano juicio, puede creer que “América” está bien después del covid-19? ¿Y antes? Muchos (en realidad, Trump, sus acólitos, y sus seguidores que piensan sólo desde el bolsillo cortoplacista y la sed revanchista de poder) hablan del excelente estado económico del país, del bajo desempleo, de “pisar fuerte” frente a China, de la conspiración de los medios, etc. Por supuesto, la plata es un síntoma, no la enfermedad. Como buen (mal) empresario, casi como un demócrata, Trump creyó que soltándole dinero a los problemas las cosas se solucionarían. Los dirigentes republicanos pasaron de poner el grito en el cielo ante el déficit fiscal a borrarlo del mapa y aprobar con beneplácito la desregulación económica y el corte de impuestos y hacer la vista gorda antes los dichos racistas y sexistas, las genuflexiones ante Rusia y Corea del Norte, el abandono de las políticas contra el cambio climático, los interminables escándalos e insultos, el juicio político, y un largo etc.

Trump ha colonizado el lenguaje, a través de Twitter, a través del megáfono que tiene en su boca, diciendo prácticamente cualquier cosa, pasando de la antítesis a la paradoja, sin cuidado por la verdad o siquiera la verosimilitud. Un gráfico que circuló por internet con respecto al covid-19 siguiendo la trayectoria de sus palabras lo prueba: a principios de febrero, decía que era un virus chino que estaba controlado y que Estados Unidos estaría bien; a fines de mes, que los casos iban en descenso y que un día, “como un milagro” desaparecería; para principios de marzo hablaba del buen trabajo que estaba haciendo su gobierno; a mediados de marzo comunicaba que el virus “se iba a ir” y había que mantener la calma; cuando se llegó a los 12 mil casos a fines de ese mes, sentenció: “siempre supe que esto era real”. Tómese cualquier mes y hágase el mismo relevamiento. Hoy hay 8 millones de casos en Estados Unidos y 230 mil muertes. ¿Qué hace o, más bien, qué dice Trump?

Maniobra de dos maneras: por un lado, construye su realidad a partir de ese lenguaje pobre y lejano al pensamiento, donde todo lo que no es positivo resulta en un ataque a su persona. Llega al momento donde dice “there will be death” (“habrá muerte”) como si fuera un jinete del apocalipsis y “it is what it is” (“es lo que es”). Ese es su límite. Llegado a él, ejecuta su segunda maniobra: distrae, se defiende mintiendo siempre, siembra duda sobre certezas científicas, habla como si fuera cualquier hijo de vecino (y eso gusta a muchos), maltrata, despide gente, como en sus tiempos del show de televisión. En ese “veremos”, en ese “fíjate que sí, pero fíjate que no”, en el discurso que no dice, planta bandera.

Pero ninguno de los partidos que se disputan el poder en los Estados Unidos tiene una visión de futuro, un lenguaje que articule el flujo sociocultural de nuestro presente con políticas que proyecten una mejor calidad de vida. No saben hablar.

Y a Trump lo infecta el covid-19. Colmo y cúspide de la paradoja: aquel que se pasó meses tratando de hacer(nos) (des)creer del virus, es atacado por él. Trumpandemia. Trump no deja de hablar, de grabar videos, de sacarse fotos, pero el miedo ocupa su cuerpo. El miedo es él.

Se recuperó y siguió igual. Porque para variar el rumbo, se necesita la articulación de un pensamiento que se traduzca en lenguaje. Y Trump no puede sino serle fiel a eso que se ha creado: una imagen. Y una imagen no vale más que mil palabras.

Cuenta la leyenda que el emperador romano Calígula quiso nombrar a uno de sus caballos, Incitatus, cónsul. Calígula lo vestía con las mejores ropas, le daba los mejores manjares, dormía con él antes de una carrera. Incitatus sólo perdió una y Calígula mandó a ejecutar a quien conducía el carro.

El 3 de noviembre hay elecciones. ¿Quién conducirá el carro, Mr. Trump?

We will see.

​ÁSS



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