Lo que el viento a AMLO


En los tiempos del PRI hegemónico, la creación del “personaje” que habría de encarnar quien fuera candidato (y lo digo en masculino porque ni siquiera se planteaban la posibilidad de postular a una mujer) a la Presidencia, era la primera demostración de fuerza del partidazo de cara al inicio de las campañas. Porque podían darse el lujo de postular a quien fuera, que ya las estructuras se encargarían de hacer de él el hombre del momento. La férrea disciplina era la materia prima con la que se construía la solidez de la postulación. Esa fue una de las cosas que falló cuando el destape de Colosio: el “berrinche” de Manuel Camacho Solís, quien ya daba prácticamente por hecho que él sería el delfín, encarnó una oposición desde dentro que el tricolor no había enfrentado jamás. Al Revolucionario Institucional, herido por ese imprevisto, le alcanzó el aliento apenas para sacar adelante esa elección, antes de tener que pasar dos sexenios viendo al Ejecutivo desde la oposición.

A pesar de su raigambre innegablemente priista, la historia de la presidencia de López Obrador no se parece a los arreglos de aquellos tiempos. Por el contrario, aquí el partido es tan accesorio que ha podido mudar de siglas y construir uno nuevo con base en facciones, sin tener que replantearse su liderazgo. Y eso hace toda la diferencia. El Presidente es ahora “a pesar de”, y no “gracias a” su partido, su gabinete o su familia. Por eso su popularidad se mantiene incólume: su entorno no es su extensión, ni siquiera su reflejo, sino una serie de elementos que orbitan a su alrededor y de los que puede distinguirse claramente. Por eso, todo lo que empañe su desempeño no solo no es una falla que se le pueda imputar, sino que se convierte en la confirmación de que su proyecto vive permanentemente amenazado por traidores. Ha encontrado la fórmula mágica para transformar el desgastante ejercicio de gobernar en la energía que lo propulsa. Podría ser la nueva versión del movimiento perpetuo. 

Politóloga*miriamhd4@yahoo.com

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