Malecón
Joel Isaías Barraza Verduzco
Yo soy mi pensamiento, por eso no puedo parar. Existo porque pienso y no puedo dejar de pensar. Jean Paul Sartre.
Si tan sólo soy un cuerpo, sólo un lugar bajo este Sol y el microsegundo que mide mi suspiro, entonces, me siento liberado de todas las penas, los temores, las inquietudes.
Por lo tanto nada me afecta, nada me interesa; sólo estoy unido a este minuto que ocupa mi vida, pues ella sola es un movimiento palpable, una comparecencia, sólo existe la sensación del instante.
Sin embargo, hay instantes vacíos que son sólo una especie de ligadura entre los instantes llenos.
Desde ese discurso, en estos días, muchos nos empujan a que escapemos del mundo, de los deberes, de los afanes, de las ocupaciones y las batallas. Que no construyamos ningún sueño, ningún proyecto; que encendamos la televisión y nos quedemos en casa, en descanso, en el seno de nuestro deleite.
Pero… ¿es el deleite descanso? Y si es así… ¿alguna vez podrá llenarnos?
En realidad, el deleite o goce no es una circunstancia fija en el estrecho camino del momento. “Cada placer,” nos dice Gide, “envuelve el mundo entero, el instante implica la eternidad, Dios está presente en la sensación.”
Entonces el goce no es una separación de mi para con el mundo, ya que este supone mi existencia en el mundo. Pero sobre todo, supone el pasado del mundo, que es mi pasado. Una delicia es tanto más preciosa siendo nueva, cuando sobresale con grandeza sobre el telón uniforme de los tiempos; pero un instante, circunscrito a sí mismo, no es nada nuevo, es sólo nuevo en relación con el pasado. Por lo cual, este grupo de letras, estructura o forma que aquí está surgiendo, es diferente sólo si el fondo que la comprende es en sí mismo distinto como fondo.
Es a la orilla del Malecón soleado, donde la fresca sombra de la palmera resulta preciosa: este alto en el camino es un descanso después de una carrera fatigante.
Desde la escalinata del “Faro más alto del mundo”, miro la ruta recorrida que está por siempre presente en el goce de mi triunfo, es el movimiento lo que da el precio a este reposo, y mi sed a esta sencilla botella de agua; en este instante de goce presente se concentra todo mi pasado.
Y esto no es solamente contemplación, pues gozar de un bien es utilizarlo, es arrojarse con él hacia el destino. Gozar del tibio sol, de la salobre brisa, de la fresca sombra, es experimentar sus presencias como un animoso enriquecimiento; en mi cuerpo despierto siento retoñar mis fuerzas. Reposo para volver a partir.
Al mismo tiempo que el paisaje recorrido, miro esos caminos hacia los cuales voy a bajar y correr; miro mi porvenir, mi destino. Todo goce es proyecto. Trasciende el pasado hacia el futuro, hacia el mundo que es espejo fijo del porvenir.
Disfrutar una cerveza Pacífico, con un buen plato de camarones o un pargo frito con tomates frescos y jugosos pepinos, es gozar Mazatlán.
Envueltos en su suave humedad disfrutar su paisaje que nos abraza, nos lanza más allá de él mismo, mismamente fuera de nosotros.
Mas si lo reducimos en sí mismo, el goce queda como una existencia inmóvil y desconocida; si se encierra en sí mismo, el goce deviene aburrimiento. Sólo hay goce cuando salgo de mi mismo y, sólo a través del objeto comprometo mi ser en el mundo.
Los desinteresados y los apáticos, sólo experimentan frente a los más bellos espectáculos un sentimiento de indiferencia, porque en ellos ningún hecho se bosqueja. Las flores no están hechas para ser olidas ni cortadas, ni las sendas para ser recorridas. Las flores les parecen de plástico, de papel teñido; los paisajes son tan sólo decoraciones, no hay más porvenir, importancia, goce, el mundo ha perdido toda su consistencia.
Toda mirada, todo pensamiento, todo gusto es trascendencia. Eso podemos decir considerando el goce: envuelve el pasado, el porvenir, el mundo entero.
Yo mismo, recostado a la sombra en la escalinata del Faro, no estoy solamente aquí, sobre este girón de terreno en donde reposa mi cuerpo, estoy presente en todo el paisaje que percibo, estoy también en la ciudad cercana. Como un ausente me regocijo con su presencia.
Aún cerrando los ojos, tratando de no pensar en nada, me siento a mí mismo como contraste con ese fondo de calor inmóvil e inconsciente en el cual me baño; no se puede surgir al mundo en el puro “ser para mi” sin que el mundo surja frente a mí.
Porque el hombre es trascendencia, es difícil imaginar jamás ningún paraíso. El paraíso es el reposo, es la trascendencia abolida, un estado de cosas que se da y que no va a ser superado.
Pero entonces, ¿qué haremos? Para que el aire sea respirable, es necesario que la contemplación deje lugar a las acciones, a los deseos, que debemos superar a su turno: que el mundo no sea un paraíso.
La belleza de la tierra prometida consiste en que promete nuevas promesas. Los paraísos inmóviles no nos prometen sino un eterno aburrimiento.
El hombre que desea, que emprende con lucidez, es sincero en sus deseos; quiere un fin, lo quiere con exclusión de todo otro, pero no lo quiere para detenerse, para gozarlo; lo quiere para que sea superado.
La noción de fin es ambigua, puesto que todo fin es, al mismo tiempo, un punto de partida; pero esto no impide que pueda ser visto como un fin. Es en ese poder donde reside la libertad del hombre.
Puesto que el hombre es proyecto, tanto su bienestar como sus delicias no pueden ser sino proyectos. Un proyecto es exactamente lo que decide ser, tiene el sentido que se le da: no se lo puede definir desde fuera.
Cada hombre decide el lugar que ocupa en el mundo, pero es necesario que ocupe uno, jamás puede retirarse.
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