Tengo 51 años. Después de cierta edad, el cuerpo se va desbaratando; el metabolismo se ralentiza, las defensas no son tan fuertes y eso nos hace más susceptibles de enfermarnos y de desarrollar complicaciones de todo tipo. Gracias a esto tenemos una industria multibillonaria de médicos, farmacias y, claro, charlatanes. Ah, y de seguros, que son una mezcla entre usureros, fanfarrones y manipuladores.
Yo solía ser un tipo medianamente sano. Dejé de fumar hace 18 años, no tengo vicios feos, enfermedades crónicas, debilidades corpóreas que me lleven a una notable corrupción de algún órgano o sistema, y ciertamente no soy hipocondriaco. Pero el año pasado tuve una crisis hipertensiva. De ahí la cosa evolucionó y hoy tengo que tomar una pastillita para corregir mi presión. Luego me dio una taquiarritmia. Y me dieron otra pastillita. Como soy cocinero, me la paso comiendo y hay días en que me dan ataques de acidez terribles, entonces tomo otra pastillita para que no se me perfore el estómago. Y a raíz de este tema de que soy cocinero y estuve encerrado por el virus, subí de peso. Tanto, que el médico me obligó a hacer ejercicio y a cambiar mis hábitos alimenticios. Y como llevaba años de no hacerme un chequeo médico, tuve que hacer cita en un laboratorio de análisis.
Son un chingo de pruebas; una biometría preterohipertróficohemática, un perfil de objetos y seres extraños alojados en mi cuerpo, un antígeno para detectar una inflamación de los músculos que tensan la bolsa escrotal, química sanguínea de 800 elementos, una polarización inversa del plasma que baña la glándula piroaracnoidea para ver por qué tengo una compulsión por tensar los músculos del perineo, una pulsión telepática del occipucio, rayos X para detectar un temblor anormal del calcáneo, una prueba de termodegradación del tendón de Odiseo, auscultación de las bolsículas gaseosas perimetrales del pulmón izquierdo para definir si ese es el motivo por el cual tiendo a hacer ruidos extraños e involuntarios en situaciones inapropiadas, prueba de lípidos concentrados en los lóbulos de las orejas, densidad del sudor graso adherido al vello axilar y un examen de orina general.
De todos los test ninguno me produjo ningún problema ni conmoción, excepto por el de orina. La indicación es la siguiente: “Capture la muestra así: deseche el primer chorro. Llene el recipiente con el segundo chorro. Termine de desechar el tercer y último chorro. Absorba la orina en la jeringa especial. Entregue en laboratorio”. El tema de los chorros lo interpreté como que debía de orinar el contenido total de la vejiga en tres fases, de las cuales solo debía conservar la de en medio. Debo decir que se trata de un ejercicio particularmente complejo y subjetivo, pues uno debe orinar como si estuviera ordeñando una vaca. Pero ese no fue el problema; al momento de orinar en un botecito de plástico como en los que te llevan la cachup y mayonesa en los locales de hamburguesas ocurrió lo que desde un principio supe que iba a ocurrir: me bañé la mano y ensucié el suelo. Lo mejor vino cuando intenté llenar la jeringa con el dichoso líquido: la orina se me fue por el antebrazo y me llegó hasta el codo donde comenzó a gotear. Para la muestra de excremento las cosas tampoco evolucionaron de manera adecuada. En la bolsa venía un recipiente parecido al de la orina y una palita de madera, como las de las paletas heladas. Voy a omitir la descripción del procedimiento, solo voy a decir que lo que me pasó es algo así como manipular un frasco de paté en estado avanzado de ebriedad. Tuve que limpiar el mugrero y luego meterme a bañar. Me humillé a mí mismo de una manera patética. Lo bueno es que nadie vio. De ahí fui al laboratorio y entregué la muestra. Me pasaron a un cuartito donde me sacaron sangre. El técnico me preguntó si me asustaba la sangre o que si me había desmayado antes en un procedimiento similar. Cuando le comenté de mi experiencia con la orina y el excremento se mareó y pasó a extraer la muestra de sangre sin decir nada más.
No me gusta esto de tener que extraer mis propias excreciones, meterlas en jeringas y botecitos, y llevarlas en una especie de bolsita de lonche a un laboratorio para que luego te digan que estás moribundo.
Al día siguiente me llegaron los resultados por correo y se los adelanté al doctor. Agendó otra cita. Habló de cosas que no entendí, pero que me asustaron. No: no voy a morir, pero me ha recetado una cantidad de medicamentos que me han hecho sentir que me voy a transformar en uno de esos engendros de La isla del doctor Moreau, de H.G. Wells.
Tengo medicamentos repartidos entre el buró de mi cama, el baño, el comedor y la cocina; ungüentos, pastillitas, grageas, cápsulas, comprimidos, aerosoles, una inyección, un lamentable y vergonzoso supositorio de proporciones veterinarias, emulsiones, una rasposa crema hemorroidal, un bálsamo tonificador de la bolsa escrotal, un archivo de audio de autoayuda y superación, barajitas mixtas de héroes nacionales y santos cristianos, una veladora color negro, un humeante y aromático popoxcomitl, una selección del Libro Vaquero y de la revista Alarma y un matraz saturado con las últimas exhalaciones de gente muerta y que, según la indicación del médico, solo debo abrir y aspirar en caso de estar al borde de la muerte.
Presiento que con todo esto voy a vivir de perdido hasta los 140 años.
chefherrera@gmail.com