Tito Colombiano vuelve a Lecumberri


Tensa sus tatuados músculos y gira el cuerpo sobre unos zapatos tenis de inmaculado blanco. No deja de dar vueltas. Agranda los ojos. Crispa los puños, se encorva y estira las manos. Han pasado 48 años desde que Tito Colombiano entró por primera vez, con 18 de edad, al Palacio Negro de Lecumberri, donde sintió demasiada dureza en los castigos; entonces debió imponerse en días de sobrevivencia, hasta ser jefe de fajina; y ahora retrocede el casete de su memoria y desanda los pasillos de aquella crujía y esa que fue su celda. Rondan los demonios.

Tiempo después de salir libre a mitad de los años 70, Tito Colombiano sería aprehendido de nueva cuenta y enviado a un reclusorio de la capital, acusado de otro delito que él achaca a su resentimiento contra el sistema carcelario que lo había humillado. A la distancia, sin embargo, observa como un error haber reincidido, pues está consciente de que nadie más que él era el único responsable de sus tropiezos. Pero esa es otra historia ya contada. Lo actual es que ha retornado como visitante.

Tito Colombiano, de regreso al Palacio Negro de Lecumberri -convertido este inmueble porfiriano en Archivo General de la Nación-, es envuelto por los recuerdos y percibe raras sensaciones. Como niño sorprendido reconstruye sus días en prisión. Es una máquina de palabras que detallan el espacio; aunque por momentos frena y medita, queda estático y estira las manos como luchador en permanente guardia que espera un golpe del rival.

***

Aquí voy llegando, inmediatamente el celador me pide mi nombre. Abre la reja y entramos. Este pasillo era la crujía de turno; al fondo, unas escaleras.

Este era el pasillo. Lo vuelvo a recorrer. Hace muchos, muchos años, caminé, cuando llegué a este lugar.

Esta era la crujía de turno, la H, aquí este pasillo yo lo caminé miles de veces cuando estábamos en la fajina, a la una de la mañana, a las dos de la tarde, y aquí arriba eran las celdas, la escalera ahí, el centro, celdas de este lado, celdas aquí abajo.

Cuando llegaba la visita, te hablaban por un micrófono. Decían: “¡Héctor López Martínez, preséntese a la puerta, que tiene visita!”. Y ya bajaba uno, llegaba a la reja, inmediatamente recibía uno a la familia.

Recuerdo bien que pasó un mes y yo sin visita. Y yo veía hacia aquel lado, arriba, cómo la gente estaba aquí comiendo su comida y yo rumiando mi tristeza.

Ya después el celador nos empieza a formar, y por nombres nos van sacando y nos pasan al frente. Resulta que ya nos iban a llevar a la crujía que nos tocaba. A mí me tocó la crujía E, celda 144.

Esto era el redondel y ahí en el centro estaba el polígono, donde había reflectores y oficiales con metralletas. Esta era la comandancia y luego seguían las bombas, y luego una pequeña tienda donde vendían licuados; recuerdo que aquí era la cocina.

Y había otro pasillo sesgado, era el dormitorio de oficiales, de los celadores, y luego más adelantito había otra para ir a tirar la basura, que es a donde después encontré una placa en la cual se mencionaba que habían muerto el señor Francisco (I) Madero y su vicepresidente.

Luego había otra reja aquí. Y este espacio era el cajón. Es donde sale la película El Apando, que meten tubos así: Ándale, ándale, exactamente…y luego abrían la pinche reja. Yo llegué de remesa junto con un camarada. Este camarada estaba malito y se lo llevaron a Siquiatría.

Nuevecito llegué yo.

Y la pinche crujía larguísima, hasta el fondo, y abren la reja y entro y me paran aquí, en esta celda, era la celda del escribiente, en esta celda entro y me piden mis datos, cómo te llamas, así, de dónde eres, de qué lugar, cómo se llama tu papá, cómo se llama tu mamá, aquí el escribiente apuntando, un preso, aquí ya eran presos.

Entonces doy mis datos y me ponen aquí; para eso ya habían aventado un chingo de agua, agua así, a lo cabrón, hasta que nacieran sapos, todo hasta el pasillo, allá, donde estaban los lavaderos, y el cuartel y el apando allá arriba, arriba, hasta la última celda.

Entonces me dicen, cáele, Tito, sí, cámara, y en corto empieza con un pinche chicharrón y, me dicen, como va, Tito, como va, como va, en putiza, en putiza, y luego de regreso, párate, exprime, otra vez, y en chinga el Tito, pa, pa, pa, en chinga limpiando, limpiando, hijo de su puta madre, fueron como 50 veces. No, pues me caí, me arrastró el culero ese, el luchador me iba empujando, me decía: Cámara, Tito. Y otra vez, otra vez en chinga, en chinga, limpiando, limpiando, párate, corre y exprime, exprimíamos y otra vez de regreso, y así, así. No, pues, derrotado, raspado, lastimado. Mis pies se quedaron aquí, embarrados en las baldosas…de esta… pinche crujía. Me fue mal, sin familia, ni visita. Fueron cien días de fajina.

Pasó el tiempo y tuve mi visita y la subí aquí, por las escaleras, pero como la banda estaba abajo, comiendo, entonces yo le prestaba mi camisola y se cubría, porque en ese tiempo no dejaban pasar a las mujeres con pantalón, y si pasaba con falda larga, no faltaba quien la estuviera baboseando, y ahí comíamos, y…pues yo estaba chavo, y pues…sexo y demás.

***

Transcurrieron cien días. Tito Colombiano -quien durante la adolescencia salió del país sudamericano hacia Estados Unidos y de ahí, años después, bajó a México- iba a cumplir 18 años de edad.

Y con el tiempo se abrió paso, a veces a golpes, hasta que llegó a la categoría de cabo en la cocina, aunque seguía en el hacinamiento. En su celda le hicieron el tatuaje de una india siux como recuerdo de la que había sido su compañera en algún lugar del vecino país del norte.

—¿Cuántos había en la celda?

—Como 15. Ah, pero cuando recién ingresé, nos llevan al cuartel donde habíamos 80 en una celda de cuatro por cuatro. En las noches decía la banda: “Una, dos, tres” y nos sentábamos, porque todos estábamos parados. Había dos camarotes, pero eran de los que tenían el poder.

Y pasó el tiempo.

Roberto Candia, apodado Tito Colombiano y un amigo quedaron en una celda, a la que 48 años después regresa, ya remozada, pues formó parte de lo que durante años fue el Archivo General de la Nación (AGN).

Y vuelven los fantasmas.

—¿Qué fue lo más duro?

—Lo más cabrón es que en mi celda teníamos La Tuza. ¿Sabes qué era La Tuza? La Tuza era el hoyo sobre el que teníamos un póster que la tapaba. Teníamos mariguana y unos fierros.

Y se emociona.

—Sí, sí, sí, no mames, los pinches diablos me van a atrapar. Mira, aquí nos poníamos a jugar frontón El negro Domenzáin y yo…No, qué chido, y aquí subíamos el cuadro, el cajón… Yo ya tenía poder,

tenía canonjías, aquí colgábamos un costal de box y entrenábamos, en este cuadrito, un frontón de cajón, como squash. Esto era “la colonia”. Seguía la crujía B, y en la 147 vivía Alberto Aguilera Valadez.

—¿Juan Gabriel?

—Sí, él, y luego por acá estaba el vapor…Hubo un momento en que había sesenta güeyes, imagínate…Y luego el castigo, el apando. En este puente yo me sentaba, estaba descubierto, miraba hacia el polígono y decía: “hacia ese lugar está mi casa”, y mi mente se iba por allá, hacia donde estaba mi mujer y mis hijos, y, la verdad, volaba, volaba –calla y retoma el hilo-. Ahora mismo los diablos me quieren atrapar.

Una mañana llegaron los celadores y se metieron a su celda, en busca de la droga, y tiraron varias cosas pero no encontraron nada, pues la tenían bien escondida en La Tuza.

—¿Y qué pasó?

—Y me sacan a putazos y corrí como loco y llegué hasta la comandancia y entonces me habla El 7 cabezas, era el jefe, el comandante; le decían El 7 cabezas, ya te has de imaginar por qué, las que debía, y llegué, era chaparrito, así, no, un hijo de puta..

Y una vez más retrocede en sus pensamientos mientras gesticula en ese lugar donde fue su celda.

—Aquí empiezas a tatuar tus rosas.

—Sí, Las rosas negras de Tito…

—¿Y luego?

—…Y ahorita que voy saliendo de aquí recuerdo bien todo esto y los diablos vuelven y me atrapan, pero yo también fui un diablo y reconozco bien este lugar y ellos también me reconocen.

***

La entrevista tiene como escenario este edificio del Porfiriato que funcionó como una cárcel modelo, pero con el tiempo se convertiría en el Palacio Negro de Lecumberri debido a sus historias de terror.

Durante el recorrido por las instalaciones (Eduardo Molina 113, alcaldía Venustiano Carranza) también nos acompaña Ángel Alejandro de Ávila, jefe del Departamento de Actividades Educativas del Archivo General de la Nación, quien describe:



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