Han pasado muchos años. A veces lo visitan antiguos devotos, no los recibe a cualquier hora sino siempre en punto de las siete de la mañana, en un pequeño salón de su bucólico rancho, de nombre tan estentóreo como rotundo. Los sienta en sillas de palma bien alineadas mientras él se coloca de pie frente a un atril… Y entonces, con pasmosa lentitud, emprende largos y sinuosos rodeos por la historia nacional, desempolva anacronismos, anatemas, condenas contra enemigos reales e imaginarios, promete la purificación del país. Hablar lo fortalece, no sabe hacer nada mejor: perorar durante horas es su ineludible sustento. Cuando termina, los visitantes le formulan preguntas a modo, filtradas por su médico de cabecera, quien lo acompaña desde los buenos viejos tiempos; a veces, el médico recuerda con amargura el derrumbe de sus propios sueños de grandeza, la fugacidad de su poder, surgido del servilismo. Nadie lo quiere, por eso continúa junto al hombre por quien ya no sabe si siente gratitud o encono. Están solos, salvo por las ocasionales visitas matutinas de aquella gente vetusta y rencorosa, como ellos mismos, indignada ante la incomprensión de la historia, en cuyas páginas se les juzga con severidad.
—Es una historia escrita por conservadores, por mis adversarios —dice el anciano caudillo cuando le preguntan al respecto, para luego emprender la enumeración de sus ingentes logros.
En Navidad no llega nadie. De pie, frente a su atril, decide comenzar su cotidiana conferencia, como siempre, en punto de las siete de la mañana. Como otras veces en los últimos años, el único testigo del ritual es el médico. No le importa, habla como si la nación entera lo estuviera escuchando, proponiendo la quinta transformación del país. Cuando termina, el médico le hace dos preguntas para darle cuerda y al final abandonan juntos el pequeño salón.
—¿Tuvimos mucha audiencia? —pregunta ilusionado.
—Solo usted y yo —responde el médico en imprudente gesto de honestidad.
—Yo tengo otros datos —le dice fulminándolo con la mirada, mientras amenaza con despedirlo por ingrato.
Queridos cinco lectores, deseándoles feliz Navidad, El Santo Oficio los colma de bendiciones. El Señor esté con ustedes. Amén.