En apariencia todo está bien y su vida continúa sin mayores aspavientos. Deben tener unos 35 años juntos, quizá un poco más. Son una pareja feliz y sus miradas de complicidad delatan que la chispa de eso que llaman amor sigue viva después de tanto tiempo. Incluso cuando sonríen. Con ellos vive su hija, la madre del pequeño Diego, de apenas cinco, ya casi seis meses.
Ella trabaja como auxiliar de laboratorio, está ausente la mayor parte del tiempo. Cada mañana sale de casa y regresa al anochecer. A veces los encuentra platicando con los vecinos, les saluda a la distancia y pasa de largo. Entra a casa para bañarse, cambiar de vestimenta y desinfectar llaves, bolso, teléfono y dinero. Cumplido el ritual, como si el día no hubiese pasado, como si la fatiga fuese solo un mal recuerdo, sale para unirse a la charla mientras llena de abrazos y besos al pequeño, quien reconoce el calor materno y no oculta su dicha: sus ojitos brillan como si reflejaran todas las estrellas que están allá arriba. Él todavía no lo sabe. Está sintiendo el cielo.
La pandemia vino a romper la normalidad en el esquema familiar. Antes de esta emergencia sanitaria ella se dedicaba al cuidado de adultos mayores y él a prestar sus servicios como transportista para una marca en la que ha colaborado desde hace 30 años al menos. Hoy ya no trabaja porque es hipertensa, padece diabetes y, no lo niega, tiene miedo. Él acaba de recibir la liquidación correspondiente a este año pero está tranquilo. Confía en su experiencia y en la cercana relación existente con los dueños de la empresa asentada allá en las costas del Pacífico, muy cerca de Mazatlán. Está seguro de que recibirá llamado a mediados de enero para renovar su contrato, como ha sucedido cada año desde hace décadas, pero ignora cuándo regresará a su trabajo en las carreteras.
No le redujeron el salario y mantuvo su empleo, pero las comisiones extra desaparecieron junto con las actividades cotidianas y tuvo que idear alguna forma de recuperar ese ingreso; por ello acude al tianguis dominical desde hace meses y con toda paciencia hurga aquí y allá en busca de máquinas para arreglar o herramientas para reacondicionar.
Ya tiene un espacio en el zoco y paga 35 pesos para poder comercializar las cosas recuperadas y nuevamente útiles. Les gana un poco apenas. Sabe que todos atravesamos la misma situación y ni puede ni quiere darse el lujo de ceder ante las desventajas.
Son personas de buen corazón. Lo demuestran ayudando a una señora que no puede salir de casa por su enfermedad y condiciones físicas. Su hijo trabajaba en otro estado y se quedó sin empleo, pero obtuvo varios pares de calzado a muy buen precio y se los envió para que los revendiera y tuviera un poco de dinero. Por fortuna, ellos saben los riesgos que podría correr la mujer y por eso se ofrecieron a venderlos en su puesto sin ganarles un peso extra. 250 pesos por un par de botas para trabajo industrial es un excelente precio, pero apenas han logrado vender dos.
Su esposa está sentada a un lado del puesto y juega con Diego mientras él trata de cerrar un trato por 200 pesos a cambio de un “gato” que le costó 120 pesos la semana pasada. Gastó 35 pesos en la manufactura de la pieza rota…
Vendimia dominical
Son las 6 de la mañana. El grupo de personas empieza a reunirse justo en la intersección de bulevar San Cristóbal y Circuito La Providencia. Algunos son viejos conocidos porque se encuentran en cada tianguis de la zona metropolitana de Pachuca desde hace tiempo, pero a ellos se ha sumado una considerable cantidad de vecinos de diversas colonias quienes buscan vender cualquier tipo de mercancía para poder emparejar el ingreso afectado por el severo golpe a la economía que un nuevo virus trajo consigo.
Algunos incluso han abierto las puertas de sus casas y venden jugos y todo tipo de bebidas o alimentos preparados y los comercios alrededor se transforman también en baños públicos a cambio de cinco pesos.
Es cierto, el problema no es solo en materia de salud. La parálisis provocada por la pandemia ha obligado y despertado la creatividad y el espíritu mercantil de muchas personas.
La afirmación incluye por ejemplo a la señora Isabel, quien ha decidido deshacerse de cosas a cambio de unos pesos cuyo fin será la despensa y, con un poco de suerte, un par de zapatos nuevos que buena falta le hacen a la menor de sus tres hijas.
Su esposo no está tan contento y lo sabe, pero se ha tenido que resignar y ceder: “el cuadro de mi general se va en 250, pero ya con ganas dame 200 y es tuyo”, dice mientras José Doroteo Arango Arámbula espera paciente ignorando las estratagemas para concretar la venta. El Centauro del Norte fue un leñador que se hartó de ello y se hizo comerciante… como ella.