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Hoy las demandas ciudadanas son múltiples y, por lo tanto, los partidos han tenido que evolucionar. Ante la imposibilidad de encontrar una etiqueta que integre a todos sus militantes, pululan nombres que refieren a generalidades como su carácter “ciudadano” o apelativos que constituyen más bien llamados a la acción: “En Marcha”, “Podemos”, etcétera.
Pero eso es hacia afuera. Dentro es todavía más difícil camuflar que se trata de formaciones tipo vitral; pequeñas piezas que unidas generan algún sentido, pero que basta con que desaparezca el material que las amalgama para que queden hechas añicos.
La masilla que las mantiene unidas se compone de dos elementos: por un lado, la visión común del enemigo a vencer que incluye una narrativa acerca de por qué ellos deben de llegar al poder y quiénes no deben detentarlo (esta última parte suele no estar exenta de una dosis de revancha y antiguas rencillas, sobre todo cuando el partido en cuestión surge en un régimen postdictatorial o posthegemónico). Súmesele a ello que, aun al interior del partido, la raigambre opositora de los integrantes puede ser muy variada e incluir desde aquellos que se jugaron la vida combatiendo al dictador, hasta quienes de tan moderados más parecieran colaboracionistas acomodándose a la nueva situación. Y es aquí donde la otra materia prima que hace de pegamento cobra relevancia: se trata del liderazgo en torno al cual se federan los integrantes. Estas dirigencias, para ser efectivas, tienen que ser capaces de transitar entre las distintas facciones que componen la formación política y entre los diversos grados de raigambre opositora de los militantes.
Es como si los Balcanes salieran en busca del próximo Mariscal Tito que logre federarlos, por lo que la fuente de la que tome su legitimidad será determinante; el procedimiento de elección suele ser una opción para legitimarse pero, ¿qué pasa cuando esa ruta queda cancelada?
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