“¡Ningún soldado es corrupto!”, tronó una vez José López Portillo desde lo alto del púlpito presidencial, nada más enterarse del malestar que ya cundía entre los altos mandos militares por las palabras todavía frescas de un escritor —para más señas, autor de Pedro Páramo— según el cual los altos gerifaltes del Ejército seguían recibiendo los proverbiales cañonazos de billetes, solo que ya no en miles sino en millones. Para un hombre que había llegado al poder sin contendiente alguno, bajo eslóganes como La solución somos todos y Todos con López Portillo, esa barbaridad de absolver de un plumazo a decenas de miles de individuos debió de parecer gesto incluyente y no síntoma de totalitarismo. En el lenguaje de las tiranías, suelen cundir los todos y los ningunos.
Aprende uno temprano de sus mayores que rara vez “son todos los que están” y aún menos “están todos los que son”, pero hay quienes encuentran más sencillo, reconfortante o conveniente recurrir a la generalización. Pues si ya las comparaciones son, en efecto, odiosas, ¿qué decir de las generalizaciones? ¿Quién alcanza siquiera a imaginar los efectos directos e indirectos de una sola calumnia colectiva? ¿Y qué sería de tantos prejuicios raciales, sociales, morales o religiosos sin el recurso infame de la tabula rasa? Es al fin tan perverso —o tan idiota, o tan desaprensivo— absolver que condenar gentíos, y ciertamente es más fácil hacerlo con el conspicuo auxilio de la ignorancia, ya sea porque es uno su rehén o porque cree ignorante a quien le escucha.
La generalización viene siendo algo así como el pariente zafio de la exageración. Mexicanos, judíos, orientales, musulmanes, zurdos, isleños, liberales, bisexuales o hasta individualistas resultan igualmente generalizables. Es decir, calumniables. Tanto el nacionalismo como la xenofobia —posturas fatalmente acomplejadas y complementarias— beben de similares aguas negras, donde el miedo y el odio se amalgaman en un ímpetu ciego y cegador que ve en todo lo ajeno una amenaza y enaltece lo propio —“lo genuino”, “lo nuestro”, “lo mejor”— entre la fanfarronería, el narcisismo y el resentimiento.
Seguramente todos lo hemos hecho, así fuera para contar un chiste. Pero hay quienes lo creen a pie juntillas y acaso sin querer parafrasean a Orwell con su fe rebañega. Todos ellos son malos, todos nosotros buenos. La idea, en cualquier caso, es imponer el dogma de la uniformidad. Definir qué actitudes, palabras, modos o preferencias son dignas de los nuestros —luego entonces, de admiración y emulación— y cuáles nos denigran y condenan porque nos emparentan con los otros —quienes ahora y siempre viven en el error—. Como si el mundo entero no fuese sino un western donde sendas familias enemigas se entrematan sin tregua ni final. Dos familias estúpidas, cabría añadir.
Palabras como “siempre”, “todos”, “nunca” o “nadie” alcanzan en un solo grito destemplado la resonancia de una sentencia bíblica. Una vez pronunciadas —con énfasis o furia o podrido rencor— pocos se atreverán a levantar cuando menos las cejas para interceder por los injustamente incluidos o excluidos en la generalización. Por lo demás, hay una recompensa inmediata para quienes suscriben el atropello, ya que habrán de tragarse los infundios que escuchan como quien se administra un antibiótico. Pues para el convencido las dudas son bacterias y le corre la prisa por exterminarlas.
Suele uno equivocarse cuando cree conocer a una persona, controlar sus variables o medir sus alcances. ¿Cuál será el astronómico margen de error al que se enfrenta quien pretende juzgar o uniformar a un millar, cien millares, un millón de individuos obviamente disímbolos? ¿No es algo así lo que hacen quienes por corta edad o pereza mental opinan que los blancos, o los negros, o los amarillos son todos iguales? Hoy que la gente se ha hecho delicada y menudean los humillados y ofendidos prestos a defenderse generalizando, no estaría de más recordarles que en ningún lado todos son como todos. Si han de juzgar, que sea a uno por uno, en nombre del respeto elemental.