Hace unos días, la subsecretaría de prevención hizo un anuncio público para recordarnos que México, entre los países de la OECD, había sido de los primeros en decidir que se adoptasen criterios estricta y exclusivamente científicos para hacer frente a la epidemia. Es verdad, conviene no olvidarlo. Alemania iba improvisando, a golpe de ocurrencias, en Japón se recomendaba leer el horóscopo, en Canadá se convocó a una junta de chamanes. Así les fue, así nos fue. Conviene no olvidarlo.
Algo antes, al exponer el nuevo sistema de clases para el actual curso escolar, la Secretaría de Educación nos recordó que “hemos hecho lo que en otros países no llevaron a cabo”. Con un muy justificado orgullo, se explicó así: “México no se rinde. Otros países, y no quiero mencionar sus nombres, porque en la pandemia debemos ser solidarios, otros países se han rendido…” Es verdad, hubiese sido poco caritativo poner los nombres, pero sería necesario: poner a los niños a ver la tele, como se ha hecho aquí, es lo más parecido a rendirse; hacer menos que eso casi califica como crimen de lesa humanidad. La satisfacción no nos la quita nadie: “hace unos meses, la Unesco mencionó mucho lo que hace México” —y tampoco se dicen los nombres, para no avergonzar a nadie, pero “ya tenemos la solicitud de dos países para asesorarlos”. El extranjero nos mira, con admiración.
En los últimos tiempos, las autoridades también nos han anunciado que “a otros países les ha pegado más fuerte la pandemia”, otros no han sabido reaccionar como México, otros tienen más fallecidos por habitantes. Modestamente, “México le está dando una lección al mundo”.
Es llamativa la necesidad de comparar, en declaraciones oficiales de todas las dependencias. Y lo de menos es el tono triunfalista de los anuncios. Es constante ese genérico: “otros países”, pero también con frecuencia se habla de lo que sucede en “el extranjero”. Y caigo en la cuenta de que hacía mucho que no oía la expresión. “El extranjero” tuvo durante mucho tiempo una función simbólica importante en la cultura política mexicana. “El extranjero” era una entidad remota, amenazadora, que se veía con una mezcla de resentimiento, miedo y admiración, “el extranjero” daba su prestigio mítico a “la fayuca”: chocolates, tenis, juguetes, siempre tenían una aureola fascinante porque venían del extranjero. Puesto así, en singular, “el extranjero” es la contraparte misteriosa de un nosotros pueblerino: encerrado, pequeño, paranoico —avergonzado.
En los últimos 20 o 30 años había ido perdiendo dramatismo la relación del país con el resto del mundo. Ya no hacía falta esa afirmación nacional estridente, infantil, porque había cada vez menos miedo. Vuelve ahora en el orgullo aldeano de la retórica oficial, vuelve en la escenificación de la soberanía en la aduana de los aeropuertos —que tiene otra vez la intensidad histérica de los años 70: un despliegue de soldados que interrogan, revisan, vuelven a interrogar, en dos o tres retenes intimidatorios, no para evitar el paso de un contrabando que no pasa, sino para señalar que existe esa quimera terrible: el extranjero.