¿Y si de lo que estamos hasta el gorro fuese de soportar gente grosera? No acostumbra el rabioso verse en el espejo cuando pierde el control de sí mismo, ni cuando se solaza o quizá se compensa en ser desagradable (aun y sobre todo sin motivo aparente, o por uno tan nimio que dará aún más realce al papelón). Revancha ciega al fin, la grosería produce en sus autores una reconfortante sensación de triunfo, similar al poder que siente el niño maltratado cuando se ensaña torturando insectos. Un triunfo, al fin, tan fácil que no tarda en dejar un resabio a derrota, y con él la ansiedad de volver a cobrarse con quien se deje.
No creo haber sido el único mortal que se sintió ultrajado a lo largo del debate presidencial —un embate, más bien— de Trump contra Biden. Si no recuerdo mal, la última vez que asistí a semejantes niveles de agresión, majadería e intolerancia sostenidos estaba en una escuela secundaria para varones. Ello incluye, me temo, visitas a la cárcel, peleas callejeras y abusos policiacos. Pero así como muchos padecimos el penoso espectáculo abrumados por pasmo, náusea y rabia, no escasean los émulos babeantes a quienes empodera la aspereza chulesca de quienes creen ricos y poderosos. Algo muy parecido a la altanería del portero abusivo que se comporta como un dueño infame, mientras le dura el ladrillo debajo. ¿Será que de ahí abreva su autoestima y por eso no engorda?
Hoy que hasta quienes viven del erario o cobran por tratar bien a la gente tienden a ser soberbios y desafiantes (más todavía si son incompetentes), no faltan masoquistas que acusen de tibieza, y hasta de cobardía, a cualquiera que enfrente al majadero en turno civilizadamente. ¿O sea que si un imbécil viene y me lanza un pedazo de mierda tendría yo que sumarme a los mojonazos? Solo eso nos faltaba, que además de arruinarle a uno el humor le contagiaran el resentimiento y las malas maneras que le acompañan. ¿Pues quién, sino un rabioso enceguecido o un rehén vitalicio del rencor puede sentirse bien representado por quienes sobresalen por su capacidad de humillar a los otros? Tanto nos sobresalta el súbito desplante del prepotente, que no somos capaces de imaginar la dicha simultánea de sus admiradores. Nada quisieran más que estar en su ladrillo y ser ellos los grandes pendencieros.
Por más que su ejercicio produzca un lujurioso cosquilleo en el ego, me permito dudar que la majadería como espada y escudo frente al mundo genere cualquier forma de sólida alegría. ¿Y cómo iba a ser eso, si sucede que el odio y el rencor se alimentan precisamente de su ausencia? ¿Dónde, sino en las lágrimas ajenas, se cuece el júbilo del vengador? Es curioso observar que pocos entre quienes exigen el respeto a golpe de calumnia, insulto o amenaza se sienten orillados o siquiera tentados a respetar a nadie. Se diría que van, igual que el Arracadas del corrido, “a cumplir un juramento que es sagrado”, y ya por ello tienen derecho a todo. Y contra ellos, se entiende, nadie tiene el menor derecho que invocar. Lo dicen con sus modos majaderos: prójimo es todo aquél que está a su antojo. Y los demás que chinguen a su madre, ¿cierto?
Pero, como decía, uno se cansa. Muchos hemos tenido amistades odiosas que por un tiempo nos parecen divertidas, interesantes o hasta aleccionadoras, hasta que cualquier día las vemos tan pequeñas como en realidad son, y antes que darnos lástima nos causan repelús. Da horror la pura idea de estar en su lugar y vivir constatando con esos pinches modos que eres un pobre diablo y no te lo perdonas. ¿Quién no aprecia el valor de una conversación sensata y sosegada tras un largo suplicio de gritería hueca y primitiva? ¿Cuántos muertos, por cierto y por lo pronto, nos tomará llegar a esas alturas?