Hacia el final de The beautiful room is empty, novela, la mejor quizás de Edmund White, y de su trilogía de autoficción anónima, el protagonista empieza a cuestionarse si sus citas al psicólogo habrían servido de algo. Al menos en lo esencial. Después de todo, el motivo primordial de las consultas seguía intacto. Sexo con hombres. En lugares improbables. Como esos baños públicos de carretera con los mingitorios apestosos de semanas sin limpiar, donde acababa el narrador después de una hora de monólogo recostado en un diván. Esperando que el especialista de la mente curase su homosexualidad. La necesidad de una bragueta incógnita era más fuerte que la angustia por encajar en una sociedad enajenada con el bienestar comercial. Norteamérica: “Se sentía, al menos para mí, como un gran país gris de familias en constantes vacaciones soñolientas, todas metidas en un automóvil de gran tamaño y discutiendo el kilometraje que obtenían mientas pensaban en la siguiente parada que harían para ir al baño, un país donde nadie más era como yo, o peor, donde no había cabida para alguien con conciencia de su descontento, aislamiento, odio a sí mismo y ardiente ambición por el sexo y el poder”, dice la voz de White sin nombre en las páginas.
Tanto dinero del protagonista tirado al caño. Para seguir atollado en la marginación de una generalidad temerosa de asumir sus propios placeres. Instintivamente ser gay es prácticamente barato. Lo confirmé hace poco. Por fallas técnicas acabé en uno de los últimos trenes del metro capitalino que circulan alrededor de la medianoche. Sin señal para pedir un taxi de aplicación y sin un cajero a la vista. Solo la tarjeta de movilidad. Recordé que en los tiempos antes de la pandemia, a esas horas debía estar la cajita feliz en exhibicionista hervidero. Al cambiarme al último vagón, cercioré que la urgencia por el sexo gay en ese transporte público seguía más o menos intacto. Dejé que los labios desconocidos de un bato hicieran los suyo allá abajo. Por un acto reflejo calenturiento. Sin mucha búsqueda reflexiva. Las depredadoras conquistas de los homosexuales, que menciona White tanto The beautiful room is empty, pero sobre todo abundan en States of desire siguen intactos.
Después de la aventura en el último vagón, me encontré con un correo electrónico en la bandeja de entrada. El newsletter de un consultor que por 17 mil pesos ofrecía 90 minutos de conferencia donde orientaban al cliente sobre los atributos que debía tener una campaña publicitaria para que ésta fuera incluyente. Con algunos minutos gratis de preguntas y respuestas. En la rúbrica, el ponente también se presentaba como activista. Gracias a mis habilidades de hacker amateur pude ver partes de la conferencia. Lugares comunes de la historia Lgbttti no muy distintas de cualquier entrada de Wikipedia. Rastreando sin querer, descubrí que el consultor y activista no era el único. Son varios los gays que compiten entre sí por ser representados en una agencia encargada de aglutinar conferencistas de toda índole y orientación, a los cuales les administran contrataciones, tours y ganancias. Los precios varían de los 17 mil hasta los 70 mil pesos por conferencia más los gastos de transporte, comida y hospedaje, según el nivel de rockstars de los habladores. Estar en su catálogo ayuda a incrementar la plusvalía de la charla. Dar conferencias sobre obviedades de discriminación gay se está convirtiendo en un modelo de negocio.
Con todo y que el dinero es la vulgaridad más necesaria –“la codicia es enfermiza”, cantaba Morrissey en Paint a vulgar picture antes de volverse un facho de mierda– no tengo problema. Los trabajos deben ser remunerados. Dar conferencias es un trabajo. Y sin dinero no hay porno ni poppers. Pero legitmar la ganancia con la semántica del activismo me hace ruido. Me recuerda a David Ogilvy en sus memorias Confesiones de un publicitario cuando sentenciaba: “Si uno puede hacerse indispensable a un cliente, nunca será pobre”. Hacer del activismo gay una rentabilidad indispensable cae en la antítesis insoportable. Conozco activistas que limpiaron culos en la época más culera del sida y que hoy se mueven por conseguir antirretrovirales a gays desempleados por la pandemia del covid-19, aunque al final del día solo tengan para un boleto del Metro y una torta afuera de la estación. “Si quisieras, podría haber dicho que no… tristemente, ahora esto es tu vida”, cantaba Morrissey. A los activistas de ahora no pueden tocarlos si dan conferencias bajo reflectores con un servicio de catering esperándolos detrás.
¿Cuál es el parámetro ético del activismo moral? No lo sé. Por eso me mantengo alejado de los espejismos de esa palabra. Lo mismo con el marketing incluyente. ¿Por qué nuestra inclusión tendría que consolidarse en el comercio? ¿Es que a huevo a los homosexuales nos tienen que vender cosas en aras de la inclusión? ¿No pueden dejarnos en paz? ¿Con nuestros cinco pesos para la cajita feliz? La mercadotecnia nos roba las perversiones a los gays. Inventa penurias inútiles con calzador. Nos orilla a creer que el matrimonio es para todos. Que comprar automóviles, discutir sobre sus kilometraje y ahorrar para vacaciones soñolientas, es equidad. Inclusión.